El espectador sin espectáculo
El espectador sin espectáculo es una idea absurda
Nietzsche
Dos muchachas, dos caballos corriendo, torsos adelante, belfos que
rompen ramas, ancas que crujen CORRER CORRER CORRER a la
estación vecina, CORRER CORRER CORRER como si las azuzaran
perros que no las azuzan.
—Un cántaro de leche —dijo Pep—. Mi infancia es como un cántaro
de leche. Humeaba. Se quebró. Mi madre mecía una cuna y
entonaba una canción con el pie. Con el pie le daban a Emiliano, le
reventaban el hocico, lo ataban por detrás «para que cantara».
—Y cantábamos bajito haciéndonos cosquillas bajo las sábanas para
que no nos oyeran los demás, hasta que llegaba mi padre y se pasaba
una mano por los ojos.
—Por los ojos no, por la visera.
Mi padre tenía una visera que impedía mirarle a los ojos. Como el
caballo que amarraba todas las noches junto a la cama para que no
pudiera CORRER CORRER CORRER como nosotras, dos
muchachas (todavía no, dos niñas) con las rodillas peladas girando
en redondo al fondo de la pieza.
—Amárrenla —dijo el de la visera—. Clausuren las ventanas.
Como si fuera posible hacer algo más que ir dejando las cosas detrás
y CORRER CORRER CORRER CORRER CORRER CORRER
CORRER CORRER.
—Eso puedo olvidarlo —dijo Pep—. Lo que no sé es si puedo
sobrevivir.
Pie: Extremidad de cualquiera de los miembros inferiores del
hombre que sirve para sostenerse o andar. Parte análoga y con igual
destino en muchos animales.
—Ésta es tu cabeza.
Y éstas tus dos manos.
Y éste tu tronco
dijo como afirmándome.
Y éstos tus dos pies.
Y ya no pude tenerme en pie.
Cuando me olvido que soy dos
lloro por mí toda la noche.
Pep era demasiado grande
antes de que la sujetaran
a los barrotes de la cama.
DE LA DIGNIDAD DE LOS OFICIOS
El jardinero corta flores
el verdugo cabezas.
El cerrajero hace llaves maestras
el ladrón prueba su ganzúa.
La madre carga a su hijo
los sepultureros cargan muertos.
Los marineros atraviesan mares
las balas atraviesan corazones.
El dentista hace abrir la boca
la prostituta abre las piernas.
Los herreros aherrojan las bestias
para que no se vayan
por el camino equivocado.
Y dijo Pep:
—Cuando algo te duela, no lo apartes,
húndelo en ti, cantando,
como se hunde la moneda en el fondo del río.
—A las deidades del cielo se les inmolan animales
con la cabeza mirando a lo alto,
a las del infierno,
con la cabeza mirando hacia abajo.
Eso dijo.
Y le hizo (me hizo)
doblar la cabeza.
Emiliano, el tercero de nosotros,
cuando éramos tres (si llegábamos a ser tres)
tocaba la flauta como una navaja.
Por eso dicen que se hizo asesino.
Cuando a Pep le levantan el vestido
yo puedo oír los ruidos
y las fricciones más amargas
que sobadas de abuela.
Y cuando el vestido se queda solo
yo sé que sufre de cosas
que ni siquiera el viento se atreve a repetir.
Con zumo de naranja
con ramas de albahaca
con miel y cascarilla
con el sagrado corazón de Jesús
se limpian los males
de esta casa
cerrada
sin espíritu
Rayan el cielo
lo podan
lo recortan.
Pero entre los barrotes
el cielo crece como pasto.
Se expande sin pudor
mancha las sábanas
Azul Azul
para pavor de las enfermeras.
—Igualita a su padre —me dicen—.
Con los mismos hermosos
dientes de caballo.
Y al río nadie
(ni mi padre)
lo puede sujetar.
Y trae botellas, corchos,
juramentos de amantes,
cartas, ahogados,
y otros desperdicios
que esperamos con júbilo.
En esta tierra
tubérculos y hombres nos sembramos
en espera de la resurrección el milagro.
Así morimos.
Así nos levantamos cada mañana.
La cabeza inclinada.
El torso adelante.
Y las piernas que marchan
en dirección contraria.
húsar:
algo que ni Pep ni yo llegaremos a ser.
Y cuando seamos tres
(si llegamos a serlo)
Emiliano andará por las azoteas.
Y encontramos la cabeza de la vaca muerta
la astuta vaca sabina que nos hizo creer
que aquí podía levantarse un imperio.
¿Loviste?
No.
Noneo.
Ninguno.
Nacido.
Nonato.
Vaciado.
Cayendo.
Golpeando.
ras
con
ras.
¿Quién frota estos cristales y no es el invierno?
¿Quién se aleja con pequeñas pisadas?
Natividad, Natividad,
¿qué nombre dije?
Pulsión
de la
hoja que cae
febrilmente
amarilla
y
todavía
no
alcanza
el
temblor
de
una
mano.
Las palomas picotean el tendido eléctrico
cables de alta tensión
huesos que duelen
juntura
con
juntura.
Y las cotorras pasan hablando en lengua
y el Ecuador cayó
los polos giraron.
Ahora mismo está nevando en la calle San Lázaro
y mi madre se sobrecoge.
Y yo busco una lámpara.
Ninguna
como esos ojos de mi madre.
Los ojos de mi madre
no vieron el horror de las guerras mundiales,
otras pequeñas, íntimas
la amarraron al horcón de la casa.
¿Con qué partes del cuerpo
sedujiste a mi padre,
que habrá temblado como yo?
Te amordazamos con las sábanas
te envenenamos con el agua
que nos traías del pozo,
Raquel.
Me alejé de mi casa.
perdóname.
Me alejé del corazón del hombre.
perdóname.
Olvidé la respiración de mi hermana.
perdóname.
La parra de mi abuelo, el sillón de mimbre.
perdóname.
Ya no soy digno.
A los mares les faltan afluentes,
a mis manos les sobran ríos.
Y vi que era hermosa vida aquella
la que se sostiene sobre dos patas.
Como los flamencos.
Pep apenas se apoya en un pie
y danza inmóvil
Como los flamencos.
A Pep la despojaron
hasta de los pronombres posesivos.
Fui
lo
perdiendo
todo
poco
a
poco.
Las cosas pierden su peso.
Las puertas pierden los goznes.
Las ventanas ya no se apoyan en los marcos.
Los rostros no se apoyan en las ventanas.
El campanero toca las campanas
y el pie que apunta a la eternidad
cuelga como un badajo.
El campanero, como el mulo,
su misión no siente.
Cuando secaban los muertos en carrera
era como una fiesta de domingo:
repicar de campanas, rechinar de las ruedas.
Y la cara jovial del cochero,
que avanza, pese a todo.
Por mí se va a la ciudad doliente.
Por mí se va al eterno tormento.
Por mí se va
tras la maldita gente.
Escucho a los insectos
y a los hombres
con la misma
perfecta
indiferencia.
Cuando yo me hundo en tierra,
Pep brota.
No somos avestruces
aunque pasamos todo el día con la cabeza metida en la arena.
Hacer agujeros es nuestra forma de avanzar.
Avanza, avanza el pie.
Para que yo escriba
Pep enloquece en círculos.
La verdad no es redonda.
La poesía no comunica.
Las palabras
no comunican.
El lenguaje
es una tercera persona.
Extinguirse.
Hacer las maletas
—rápido—
antes de que la noche
te sobreviva.
Envenenarse con los mares del Sur.
Y ser un extranjero
que no busca otra cosa
sino un lugar donde poner los pies.
Pero cuando se ponen los pies desaparecen los caminos.
El tiempo escribe en ti sus pequeños apuntes.
Cuando la explanada se cierra
vacía
sin excremento de caballo
sin yerba para enmudecer
ni relincho humano
nadie podrá indicarte el camino de regreso a casa.
— ¿Decías?
Yo me saqué a mi país de una costilla
y desde entonces ando con las manos vacías.
Con la próxima helada.
Cuando los pájaros emigren.
Tal vez el año próximo.
Una ventana.
Recostar la cabeza en ella
como si ese verdor fuera posible.
Breve reseña:
Damaris Calderón nació en La Habana en 1967. Ha obtenido el Premio al Poeta Joven, de la Asociación Hermanos Saíz, en 1987; el Premio Ismaelillo, de la UNEAC; el Premio de la Revista Revolución y Cultura, y el Premio de la Revista de Libros, de El Mercurio, Chile. Ha publicado: Con el terror del equilibrista, 1987; Duras aguas del trópico, 1992; Guijarros, 1994; Duro de roer, 1999 y Sílabas, Ecce Homo, 2001.
El espectador sin espectáculo es una idea absurda
Nietzsche
Dos muchachas, dos caballos corriendo, torsos adelante, belfos que
rompen ramas, ancas que crujen CORRER CORRER CORRER a la
estación vecina, CORRER CORRER CORRER como si las azuzaran
perros que no las azuzan.
—Un cántaro de leche —dijo Pep—. Mi infancia es como un cántaro
de leche. Humeaba. Se quebró. Mi madre mecía una cuna y
entonaba una canción con el pie. Con el pie le daban a Emiliano, le
reventaban el hocico, lo ataban por detrás «para que cantara».
—Y cantábamos bajito haciéndonos cosquillas bajo las sábanas para
que no nos oyeran los demás, hasta que llegaba mi padre y se pasaba
una mano por los ojos.
—Por los ojos no, por la visera.
Mi padre tenía una visera que impedía mirarle a los ojos. Como el
caballo que amarraba todas las noches junto a la cama para que no
pudiera CORRER CORRER CORRER como nosotras, dos
muchachas (todavía no, dos niñas) con las rodillas peladas girando
en redondo al fondo de la pieza.
—Amárrenla —dijo el de la visera—. Clausuren las ventanas.
Como si fuera posible hacer algo más que ir dejando las cosas detrás
y CORRER CORRER CORRER CORRER CORRER CORRER
CORRER CORRER.
—Eso puedo olvidarlo —dijo Pep—. Lo que no sé es si puedo
sobrevivir.
Pie: Extremidad de cualquiera de los miembros inferiores del
hombre que sirve para sostenerse o andar. Parte análoga y con igual
destino en muchos animales.
—Ésta es tu cabeza.
Y éstas tus dos manos.
Y éste tu tronco
dijo como afirmándome.
Y éstos tus dos pies.
Y ya no pude tenerme en pie.
Cuando me olvido que soy dos
lloro por mí toda la noche.
Pep era demasiado grande
antes de que la sujetaran
a los barrotes de la cama.
DE LA DIGNIDAD DE LOS OFICIOS
El jardinero corta flores
el verdugo cabezas.
El cerrajero hace llaves maestras
el ladrón prueba su ganzúa.
La madre carga a su hijo
los sepultureros cargan muertos.
Los marineros atraviesan mares
las balas atraviesan corazones.
El dentista hace abrir la boca
la prostituta abre las piernas.
Los herreros aherrojan las bestias
para que no se vayan
por el camino equivocado.
Y dijo Pep:
—Cuando algo te duela, no lo apartes,
húndelo en ti, cantando,
como se hunde la moneda en el fondo del río.
—A las deidades del cielo se les inmolan animales
con la cabeza mirando a lo alto,
a las del infierno,
con la cabeza mirando hacia abajo.
Eso dijo.
Y le hizo (me hizo)
doblar la cabeza.
Emiliano, el tercero de nosotros,
cuando éramos tres (si llegábamos a ser tres)
tocaba la flauta como una navaja.
Por eso dicen que se hizo asesino.
Cuando a Pep le levantan el vestido
yo puedo oír los ruidos
y las fricciones más amargas
que sobadas de abuela.
Y cuando el vestido se queda solo
yo sé que sufre de cosas
que ni siquiera el viento se atreve a repetir.
Con zumo de naranja
con ramas de albahaca
con miel y cascarilla
con el sagrado corazón de Jesús
se limpian los males
de esta casa
cerrada
sin espíritu
Rayan el cielo
lo podan
lo recortan.
Pero entre los barrotes
el cielo crece como pasto.
Se expande sin pudor
mancha las sábanas
Azul Azul
para pavor de las enfermeras.
—Igualita a su padre —me dicen—.
Con los mismos hermosos
dientes de caballo.
Y al río nadie
(ni mi padre)
lo puede sujetar.
Y trae botellas, corchos,
juramentos de amantes,
cartas, ahogados,
y otros desperdicios
que esperamos con júbilo.
En esta tierra
tubérculos y hombres nos sembramos
en espera de la resurrección el milagro.
Así morimos.
Así nos levantamos cada mañana.
La cabeza inclinada.
El torso adelante.
Y las piernas que marchan
en dirección contraria.
húsar:
algo que ni Pep ni yo llegaremos a ser.
Y cuando seamos tres
(si llegamos a serlo)
Emiliano andará por las azoteas.
Y encontramos la cabeza de la vaca muerta
la astuta vaca sabina que nos hizo creer
que aquí podía levantarse un imperio.
¿Loviste?
No.
Noneo.
Ninguno.
Nacido.
Nonato.
Vaciado.
Cayendo.
Golpeando.
ras
con
ras.
¿Quién frota estos cristales y no es el invierno?
¿Quién se aleja con pequeñas pisadas?
Natividad, Natividad,
¿qué nombre dije?
Pulsión
de la
hoja que cae
febrilmente
amarilla
y
todavía
no
alcanza
el
temblor
de
una
mano.
Las palomas picotean el tendido eléctrico
cables de alta tensión
huesos que duelen
juntura
con
juntura.
Y las cotorras pasan hablando en lengua
y el Ecuador cayó
los polos giraron.
Ahora mismo está nevando en la calle San Lázaro
y mi madre se sobrecoge.
Y yo busco una lámpara.
Ninguna
como esos ojos de mi madre.
Los ojos de mi madre
no vieron el horror de las guerras mundiales,
otras pequeñas, íntimas
la amarraron al horcón de la casa.
¿Con qué partes del cuerpo
sedujiste a mi padre,
que habrá temblado como yo?
Te amordazamos con las sábanas
te envenenamos con el agua
que nos traías del pozo,
Raquel.
Me alejé de mi casa.
perdóname.
Me alejé del corazón del hombre.
perdóname.
Olvidé la respiración de mi hermana.
perdóname.
La parra de mi abuelo, el sillón de mimbre.
perdóname.
Ya no soy digno.
A los mares les faltan afluentes,
a mis manos les sobran ríos.
Y vi que era hermosa vida aquella
la que se sostiene sobre dos patas.
Como los flamencos.
Pep apenas se apoya en un pie
y danza inmóvil
Como los flamencos.
A Pep la despojaron
hasta de los pronombres posesivos.
Fui
lo
perdiendo
todo
poco
a
poco.
Las cosas pierden su peso.
Las puertas pierden los goznes.
Las ventanas ya no se apoyan en los marcos.
Los rostros no se apoyan en las ventanas.
El campanero toca las campanas
y el pie que apunta a la eternidad
cuelga como un badajo.
El campanero, como el mulo,
su misión no siente.
Cuando secaban los muertos en carrera
era como una fiesta de domingo:
repicar de campanas, rechinar de las ruedas.
Y la cara jovial del cochero,
que avanza, pese a todo.
Por mí se va a la ciudad doliente.
Por mí se va al eterno tormento.
Por mí se va
tras la maldita gente.
Escucho a los insectos
y a los hombres
con la misma
perfecta
indiferencia.
Cuando yo me hundo en tierra,
Pep brota.
No somos avestruces
aunque pasamos todo el día con la cabeza metida en la arena.
Hacer agujeros es nuestra forma de avanzar.
Avanza, avanza el pie.
Para que yo escriba
Pep enloquece en círculos.
La verdad no es redonda.
La poesía no comunica.
Las palabras
no comunican.
El lenguaje
es una tercera persona.
Extinguirse.
Hacer las maletas
—rápido—
antes de que la noche
te sobreviva.
Envenenarse con los mares del Sur.
Y ser un extranjero
que no busca otra cosa
sino un lugar donde poner los pies.
Pero cuando se ponen los pies desaparecen los caminos.
El tiempo escribe en ti sus pequeños apuntes.
Cuando la explanada se cierra
vacía
sin excremento de caballo
sin yerba para enmudecer
ni relincho humano
nadie podrá indicarte el camino de regreso a casa.
— ¿Decías?
Yo me saqué a mi país de una costilla
y desde entonces ando con las manos vacías.
Con la próxima helada.
Cuando los pájaros emigren.
Tal vez el año próximo.
Una ventana.
Recostar la cabeza en ella
como si ese verdor fuera posible.
Breve reseña:
Damaris Calderón nació en La Habana en 1967. Ha obtenido el Premio al Poeta Joven, de la Asociación Hermanos Saíz, en 1987; el Premio Ismaelillo, de la UNEAC; el Premio de la Revista Revolución y Cultura, y el Premio de la Revista de Libros, de El Mercurio, Chile. Ha publicado: Con el terror del equilibrista, 1987; Duras aguas del trópico, 1992; Guijarros, 1994; Duro de roer, 1999 y Sílabas, Ecce Homo, 2001.
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