Julián Rodríguez
1
MAXIMILIAN KOLBE
O crux ave spes unica
Secure, afraid, I contemplate
The fearless necesssary fate
Of one who, undisturbed by crime,
Became himself his Paradigm
DICK DAVIS
Maximilian Kolbe,
con traje a rayas, como todo el mundo;
el pelo, albino,
cortado a trasquilones;
los pies calzados
en zuecos de cartón y de madera.
Ya no tiembla.
"Me he vuelto
casi insensible al frío, al miedo", miente
a quien le escucha.
Hoy yo mismo, sentado en este cuarto,
con una limonada
tan fría como aquel invierno de Auschwitz.
Más allá
de las ventanas abiertas la noche,
llena de anaranjadas estrellas.
Llega la única nota de tristeza
desde el fondo
(nieve, sopa de nabos,
el viento colándose por los cristales rotos)
del poema:
últimas horas del prisionero.
El agua no se puede
beber. Has de lavarte
con esa misma agua cada día.
Da brillo a tus zapatos con betún,
carga con la escudilla
de la sopa, el mendrugo de pan duro.
Reglas, reglas, dices. Consignas que te han tatuado.
No las olvidas
junto a la estufa
(no quemes tus zapatos).
No sonríes. ¿Lo has olvidado todo
en esta vida?
La manta llena de remiendos
(piensas
otra vez: tu misma alma)
no es ninguna coraza
contra el mundo.
¿Y dónde has de guardar lo aprendido,
lo que amabas: la música
de algunos días de fiesta, tu madre,
aquel perro de lanas que criaste desde niño?
Ninguna voz responde.
No hay Dios,
maldices en tu pecho.
Luego, a pesar de todo, rezas: que no me venzan
el dolor, la ansiedad, el desconsuelo.
Esas palabras ya las has gastado.
Querías crear un monstruo
(el Golem)
con todo lo olvidado,
que el mismo engendro
se llevara miedo, insomnio y frío.
La mañana en la que anuncian más muertes,
mañana como tantas,
el centeno del pan parece más amargo
y el caldo tiene el color de la bilis.
No crees
Que sea una señal:
no piensas ya en parábolas,
ni en dogmas, ni en misterios.
No hay Dios, repites
incansable: es toda tu oración
para hoy, para las próximas semanas.
Y así pasan las horas,
cada día peor en esa celda: tu cuerpo
(no es otra, no te engañes).
De noche soñaste con un ángel que vestía
igual que en las estampas de tu biblia.
Y su espada era fuego
y su voz era todas
las voces que recuerdas.
Cantaba un salmo.
Te abrazó como si fuera el amigo
que perdiste en el cmapo,
El Que Perdió Su Nombre
(borraste tu pasado
con un gesto, frotándote los ojos).
Adiós, ángel. Adiós, tiempo feliz,
tiempo de vida…
Otros seiscientos van esta mañana a la muerte.
A tu lado uno de los elegidos
llora.
Y grita.
Y te preguntas
¿a quién le pide explicaciones?
"Ya está muerto",
dices al que se cruza
en tu camino.
Un hombre, cuyo rostro
no puedes ver,
murmura unas palabras
de compasión
por ti, no por el otro.
Y se santigua.
Te mira dulcemente. Pero no ves sus ojos
(cuencas vacías como fosas negras).
Piensas en tu otra vida,
la que ha de llegar, la que no esperas,
y en tus labios tiemblan esas dos sílabas: vi-da.
No puedes evitar estremecerte.
El ángel ya está lejos.
Adivinas su espalda
en la columna
que camina hacia el horno.
No hay rabia en ellos,
pasean mansamente.
El último, el que tan sólo te produjo asco,
se ha abrazado al ángel,
y ha llegado hasta ti
el calor de su abrazo, su beso en la mejilla
(y una paz muy vieja,
tal vez la que sentiste
el día en que te hicieron sacerdote).
Corres hacia ese hombre,
y cambias allí mismo
su puesto por el tuyo.
Lo echas al suelo.
Ríes.
A carcajadas
entonas la Canción del Perseguido.
El aire que separa tu pecho de la espalda
del que te precede
huele
a miel y a leche.
Luego se hacen más débiles tus cantos.
Bebes de ese aire y también de las suaves palabras
que el ángel te susurra.
Los años, las estrellas, traen aquella promesa
hasta mis labios,
dulce
como la limonada fría.
2
PESADILLA
Camina por un mundo en el que siempre es de día.
Lo llaman el errante, el único que mira
y no puede sentir
deseos ni compasión ni asco,
el que se abraza
a un puñado de periódicos viejos,
del que dicen: ni siente ni padece,
el que masculla: Dios
de las bestias y de los hombres,
que se haga ya de noche.
3
FUTURO
(Un hombre peinaba a un niño al lado de un estanque.
Refulgía el estanque
con la luz que llegaba desde el Este.)
Maneja con destreza el peine, el niño
observa muy atentamente a los peces
que bucean bajo los desperdicios
que arrojan los turistas.
El hombre y el muchacho
son parte del paisaje.
Desde la lejanía
los contemplan otro hombre y otro niño, iguales
y diferentes.
La distancia entre los cuatro es el mundo
verdadero, a lo que llaman vida, poco más
que tiempo y luz.
(Una vereda
se oculta entre los árboles
y sigue el haz de luz
en otra dirección.)
El primer niño busca con sus ojos
el camino iluminado. El hombre
ya ha dejado de peinarle.
Se mira el muchacho
en el espejo negro
de las aguas y no parece el mismo.
(1, 2 y 3 del libro Nevada)
Julián Rodríguez (Ceclavín, Cáceres, 1968). Ha dirigido la revista de arte contemporáneo y estética Sub rosa y la de literatura La ronda de noche. En la actualidad realiza diferentes trabajos de periodista de viajes para medios y editoriales como Península, Canal Satélite Digital, Canal masdeviajes.com, Editorial Everest, etc. Habitualmente aparecen textos suyos de creación en revistas como Clarín, El Extramundi o encubierta (ésta última electrónica: www.novalibro.com).
Ha publicado la novela para jóvenes Tiempo de invierno (Alba, Barcelona, 1998), el libro de relatos breves Mujeres, manzanas (E.R.E., Mérida, 2000) y el de poemas Nevada (Renacimiento, Sevilla, 2000). Su primera novela, digamos, para adultos, acaba de aparecer bajo el título de Lo improbable (Debate, Madrid, 2001).
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